Los primeros cien años de cine en Canarias (1896-1995)
Hacer un recorrido por el cine realizado en Canarias durante sus primeros cien años de existencia es un relato de intentos innovadores y de altibajos en la producción, con fracasos comerciales e industriales, pero también con emocionantes proyectos, directores emergentes, de cierta relevancia, así como llamativas películas. Una historia vinculada también a las condiciones específicas de Canarias, especialmente, a su paisaje y a su realidad turística, sin que haya faltado, al igual en otros ámbitos culturales, el eterno debate sobre la identidad canaria de las obras. Los orígenes
La primera proyección cinematográfica mundial se realizó en un sótano de París a finales de 1895 por los hermanos Lumière. Al año siguiente, uno de sus operadores, Gabriel Veyre, grababa imágenes por diversos sitios del mundo, camino a Latinoamérica, haciendo escala en Canarias, de forma que, en Tenerife, rueda las primeras imágenes en movimiento de las Islas. Pero el cine no es cine hasta que no se exhibe de forma pública, y esto ocurrió gracias al palmero Miguel Brito, que realizó las primeras proyecciones en Canarias el 13 de abril de 1898. Ya en el siglo XX, tenemos constancia del primer ‘director’ propiamente dicho, el grancanario, Francisco González Padrón, que en 1906 estrenó dos pequeñas películas documentales. Las primeras productoras de los años 20 A partir de la segunda década del siglo XX, el cine se va convirtiendo en el primer espectáculo de ocio en las Islas. Los años 20 son un momento de esplendor económico y cinematográfico en todo el mundo occidental, y esto también se reflejará en Canarias. Un cubano llegado a Tenerife a comienzos de siglo, José González Rivero, funda la primera empresa productora cinematográfica de Canarias, la “Sociedad Rivero Films”, junto a Romualdo García de Paredes. Su mayor logro fue la película El ladrón de guantes blancos (1926), codirigida por los dos socios de la productora. Se trataba de una historia de suspense ‘a la inglesa’, con un buen sentido del ritmo y una cuidada fotografía, que además jugaba con el uso del color. Pero lo más importante es que “es el primer largometraje conocido rodado por canarios y una valiente apuesta por una necesaria consideración artística e industrial del cine”.
El mismo año de 1926 Francisco González González crea en Gran Canaria la segunda productora regional, llamada Gran Canaria Film, donde realiza, junto a Carlos Luis Monzón, el largometraje La hija del mestre. Al contrario que Rivero, González González optó por un ambiente y una temática más regionalista, realizando un drama marinero de amores imposibles. Ambos proyectos industriales tuvieron una trayectoria bastante corta y acabaron desapareciendo con la siguiente década. Más de 30 años de silencio En los años 30, primero por la llegada del cine sonoro y luego por la precariedad del franquismo, los directores canarios prácticamente desaparecieron del mapa, silenciados por las enormes dificultades económicas de un arte-industria tan complejo como es el cine. En estas décadas (1930-1965 aproximadamente), la historia de cine canario es la historia de los rodajes extranjeros realizados en el Archipiélago. Ya desde los inicios, numerosos extranjeros, sobre todo alemanes e ingleses, habían grabado ‘vistas’ de los cultivos y paisajes del territorio insular, conformando poco apoco la imagen más tradicional de Canarias que se difundirá en el exterior. En los 30 aterrizan en el Archipiélago las primeras grandes producciones: Douglas Sirk emula un país caribeño con La Habanera(1937) y los alemanes de la UFA ruedan películas como La llamada de la patria, dirigida por Paul Wegner.
Posteriormente, el venezolano José Fernández Hernández rueda Alma canaria (1945), un intento poco logrado de reflejar el folclore canario. Ya en los 50, aparece la coproducción hispano-italiana Tirma (Paolo Moffa), otra visión superficial y almibarada, en este caso, del mundo aborigen y la conquista castellana. John Huston termina en aguas de las Islas la conocida película Moby Dick (1955), producida para la Warner Bros. En 1956, el italiano Máximo G. Alviani trata de crear en Tenerife una nueva empresa productora: la General Cinematográfica Las Canarias. Sin embargo, sólo logrará sacar adelante una película, basada en la situación dramática de su protagonista conectada con la imagen de la Virgen de Candelaria, titulada El reflejo del alma (1956), sin que tuviera una especial trascendencia.
Otras producciones destacables de este periodo fueron la hispano-alemana La estrella de África (Alfred Weidenmann), las españolas, Mara (Miguel Herrero), que pretendió armonizar el paisaje de Tenerife con una historia de amor, y Acompáñame (Luis César Amadori), protagonizada por Rocío Durcal. También, la superproducción inglesa Hace un millón de años (Don Chraffey), con Raquel Welch haciendo de espectacular ‘troglodita’ en los volcánicos paisajes de las Cañadas del Teide en Tenerife y de Timanfaya en Lanzarote. En resumen, con estas películas de ficción, y con los muchos documentales que se rodaron en estas décadas (1930-1965 aproximadamente), el cine contribuyó a potenciar y difundir una imagen paradisíaca de Canarias en el exterior. Prevaleció, en fin, la imagen turística sobre la imagen real. La explosión de los 70 Después de este largo periplo en el desierto creativo, van apareciendo a finales de los 60 algunos nuevos directores independientes, como Abesindo Beltrá García, Jorge Lozano Van de Walle, que comienzan a competir en los primeros festivales de cine regionales y nacionales. El último citado aparece con una prolífica e interesente filmografía amateur desarrollada en la isla de La Palma a través de sus productora Palma Films, junto a su esposa y principal colaboradora, Loló Fernández, en la que destaca su serie de Cuentos y leyendas de La Palma, integrada por La pared de Roberto (1977); El salto del enamorado (1979) y el largometraje Aysouragan, lugar donde la gente se heló (1981) que recrea la figura de Tanausú y cuenta con música del grupo Taburiente. Los años 70 es una época de crisis económica que se convierte en discusión política y esplendor creativo en todos los campos. El cine canario aprovechó entonces la aparición de las nuevas cámaras de filmación más domésticas, como las míticas de 8 mm, para reaccionar contra la mirada complaciente que los extranjeros habían tenido de las Islas y alcanzar su momento de mayor apogeo. En total, fueron más de 80 los directores que durante esta década realizaron más de 250 películas, unas cifras sólo comparables al actual momento de revolución digital.
De ese momento, lo más llamativo era la pasión con la que se vivía el cine. Los cinéfilos se lanzaban a coger la cámara y convertirse en directores. Se creaban cortos, se exhibían en numerosos lugares (como la Casa de Colón en Las Palmas de Gran Canaria o el Círculo de BB AA en Santa Cruz de Tenerife), los directores los presentaban, y, luego, dialogaban (y discutían encendidamente) con los periodistas que escribían sus críticas en la prensa, y con los espectadores que opinaban. Surgían multitud de colectivos, asociaciones y festivales. Y no sólo se hablaba de cine, sino sobre todo, de política, de la ideología que debían tener (o no) los filmes. Todo tenía en esa época un fuerte componente ético y moral, quizás en detrimento de la propia calidad de la obra. Pero se puede hablar, por fin, de un CINE CANARIO consciente de sí mismo. En cuanto a obras, destacan la películas de corta duración Talpa (1973), dirigida por Teodoro y Santiago Ríos, premiada en festivales de Canarias, la Península e Italia; o Clímax (1976), de los mismos directores; El salto del enamorado (1978, Jorge Lozano), Ilusión (1973, Enrique de Armas), Tiempo de corazón helado (1973) e Isla Somos (1978), ambas del director Fernando H. Guzmán; La umbría (1975), del artista plástico Pepe Dámaso; o Diagrama (1976), de Josep Vilageliu. El único largometraje profesional, que consigue distribución comercial de la década, llegó en 1979 de la mano de Ramón Saldías con el título El camino dorado, un relato sobre el alcoholismo que significó la primera selección de una película canaria en el Festival de San Sebastián. El mismo Saldías, a través de su productora Aske Films, dirigiría en 1981 una atípica y peculiar película de género y de serie Z llamada Kárate contra mafia, que firmaría bajo el seudónimo de Sah-Di-A. En realidad habría que hablar de otros largometrajes no profesionales, como La umbría y Réquiem para un absurdo, ambas de Pepe Dámaso, largometrajes en 16mm -que en este caso forman parte de la triología sobre Agaete que se completa con La Rama Collage– a medio camino entre el amateurismo y el cine semi-profesionall. De todos los numerosos directores que se sumaron al carro del cine en los 70, más del 75% se apeó en los 80. Sin embargo unos pocos aguantaron. El sueño del Yaiza Borges A finales de 1979 se gestó un proyecto inusual y único que aglutinó en Tenerife gran parte del entusiasmo de los 70 durante la primera mitad de la década de los 80. Se trató del colectivo Yaiza Borges, convertido en 1980 en cooperativa profesional. Sus actividades eran rodar películas, enseñar cine, distribuir filmes, y tener su propia sala de exhibición para mejorar la oferta de Santa Cruz a través de películas cuidadosamente elegidas. Se trataba, por lo tanto, de un proyecto global. Estaba formado por un grupo de personas que creía profundamente en el cine y en su gran capacidad de comunicación: Aurelio Carnero, Juan A. Castaño, Fernando Gabriel Martín Rodríguez, José Miguel Gómez Santacreu, José Alberto Guerra, Josep Vilageliu, Alberto Delgado, Francisco Javier Gómez Tarín, Juan Puelles y Antonio José Bolaños. Su primera película se llamó Anabel (Off-side), codirigida por 5 miembros del colectivo, y con la fotografía del operador de cámara más fructífero desde los 70: Juan A. Castaño, conocido por todos como ‘Mengue’, una figura clave en la historia del cine canario. Bajo la noche verde fue el título de la segunda de sus películas, aunque asumida y dirigida en solitario por Josep Vilageliu. Una historia inspirada en acontecimientos reales, con el ecologismo de fondo, que no convenció a casi nadie, aunque en su rodaje participaran un gran número de los futuros profesionales del cine canario. Hay que destacar una serie de mediometrajes de esta época, producidos gracias al apoyo de TVE en Canarias. Destacan Apartamento 23-F (Aurelio Carnero), Iballa (Josep Vilageliu) y Último acto (Francisco Javier Gómez Tarín), todos ellos de 1985. En los tres casos se advierte un gran riesgo en sus planteamientos cinematográficos, una opción por la innovación y la investigación estilística, y un deseo de romper la narración clásica e ir más allá. Al año siguiente, en 1986, se estrena El fotógrafo, dirigido por Luis Cañete, sobre la historia de un fotógrafo obsesionado por captar el momento de un suicidio. Aunque su puesta en escena no fue tan arriesgada, el resultado es un film bastante redondo que logra atrapar al espectador. Sin embargo, todo proyecto colectivo llega a su fin. La sala de cine dejó de ser rentable y tuvo que cerrar. El centro de TVE en Canarias dejó de emitir el programa ‘Cine canario’ y de coproducir mediometrajes. Las autoridades no cambiaron su política cinematográfica aunque sí crearon, gracias al impulso de Yaiza Borges, la Filmoteca Canaria. 1980-1995: 15 años de altibajos Aparte de los directores vinculados a Yaiza Borges, otros nombres destacados de los 80 fueron Antonio José Betancor, Fernando H. Guzman o Ramón Santos.
Los Hermanos Ríos continuaron con su línea iniciada en los 70, es decir, hacer un cine alejado de planteamientos politizados, más cuidado en lo formal y de temática canaria. Guarapo (1988), su primer largometraje, es una película emblemática del cine canario por su buena factura y cierta repercusión en festivales. Es una historia con gran protagonismo del paisaje y las tradiciones de la isla de la Gomera, ambientada a mediados del siglo XX, cuando la emigración a América era la mejor opción vital, en este caso clandestina, dado el mal estado de una economía aún sumergida en la postguerra. La política de subvenciones del gobierno de Canarias, aunque irregular y de escaso presupuesto, comenzó a permitir la realización de algunas películas de mayor presupuesto Todos estos proyectos levantaron mucha expectación al inicio pero, en la mayoría de los casos, el resultado estuvo lejos de lo esperado. Uno de estos casos fue Los baúles del retorno (1995), un largometraje de ficción, de María Miró co-escrito con Manuel Gutiérrez Aragón sobre el drama del pueblo saharaui. De este período destacan también dos cortometrajes muy distintos: Mirando a Laura, dirigido en 1991 por Ramón Santos y El largo viaje de Rústico (1993), de género documental, la primera coproducción canario-cubana dirigida por Rolando Díaz, un director particularmente dotado para transmitir humanidad con sus entrañables personajes, que consiguió una nominación al Goya en la categoría de mejor cortometraje documental. De estos años destacan así mismo Calvario, tocata y fuga de un ataúd, cortometraje de Sergio Hernán de 1987, producido por el Cabildo de Gran Canaria y Por los viejos tiempos (1990) de Migue Ángel Toledo, cortometrajista tinerfeño que jugaría un papel capital en la producción de Esposados unos años después. Y al margen de todo ello, directores como Josep Vilageliu continuaron rodando de manera absolutamente independiente, construyendo poco a poco su peculiar filmografía. En este caso, Vilageliu realiza su trilogía de los 90: Venus vegetal, La ciudad interior y Ballet para mujeres.
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